Artículo publicado ayer en el diario La Provincia/DLP


                                           DE TODO UN POCO
Donina Romero
                                           DE  TIROS  LARGOS
         Andaba servidora en una fiesta de tiros largos, ya saben: alto copete, ropas de firma, canapés de caviar ruso y salmón ahumado de no sé donde y, cómo no, champán francés. Solitaria y pensativa paseaba el hermoso jardín, respirando el agradable frescor de la noche, yendo a sentarme en un banco de madera de gastado barniz, cuando se me acercó un invitado, de más o menos mi edad, que se sentó a mi lado y con tal cogorza (borrachera) encima que al principio creí que estaba de cachondeo, o se hacía el tonto (tolete, totorota) aunque luego me di cuenta de que era una templadera como las de camisa por fuera, y si no hubiera sido por el elegante lugar donde nos encontrábamos y por los excelentes anfitriones, habría jurado que aquel hombre había mezclado (misturado) anís de garrafones con vino peleón, pues de tanto levantarse del asiento hasta se le quedó el banco frío. Iba y venía, venía e iba… no sé a qué lugar, hasta que viéndolo tan molestón (pejiguera) le pregunté si le ocurría algo, contestándome que no sabía dónde estaba y que no veía la puerta de salida. Le expliqué. Y ya tranquilo y sin soltar el vaso de güisqui, me comenzó de pronto a hablar de cuándo y cómo hizo su primera comunión, y que tal evento lo había marcado para siempre.
         Me contó que para tal ocasión lo habían vestido de marinero raso y que, para remate, lo sentaron junto a otro niño que vestía de capitán de barco, con cordones dorados incluidos que le cruzaban de un lado al otro del pecho, guantes blancos, misal y rosario de nácar y que además era guapo (aunque él no lo era, presumía de tener un rebrujón que gustaba). Según mi amigo, la diferencia de ropa era notable y aunque no entendía aún de graduaciones militares sabía que estaba en inferioridad de condiciones (encima ni guantes ni rosario ni misal), y más aún cuando vio que las estampitas de recuerdo que ambos iban a regalar a familiares y amigos estaban (las del capitán) bordeadas de dorado y las del marinero raso huérfanas de color y sin ribetes dorados. En ese momento –me dijo- juró para sus adentros que nunca jamás sería un simple marinero y que por trabajo y méritos propios se pondría los galones él mismo, como parece que así fue, pues se le veía hombre de óptima posición económica. En ese momento pensé en las discriminaciones y los desconsuelos de tantos niños de entonces en ese día tan señalado, pero indiscreta y buscando la broma, le pregunté si el esperado desayuno, después de acabado el evento, había sido de chocolate con churros o de beletén con gofio, lo que le hizo soltar una sonora carcajada.
Así es que como ya no existía entre ambos ninguna condición para mantener el silencio y prestada mi confianza, me contó que su fallecido padre, un peninsular que llegó a Canarias con una maleta de cartón abollada, trabajó hasta dejarse la salud para sacar a sus seis hijos adelante, y que esa mañana de la Comunión no hubo churros pero sí pan con tomate y tocino, más los cantares de su padre que lo hacía como un pájaro palmero. Entusiasmado recordaba que su progenitor le había enseñado lo bueno para ir por la vida: que la violencia engendra violencia, que no hay que aparentar lo que no se es, que no se debe arrojar piedras al prójimo, que hay que ganarse el pan con el sudor de la frente…, y pude atisbar una lágrima en sus ojos, mientras me tarareaba, nostálgico, aquellas canciones que cantaba su amado y añorado padre. Y así continuamos ambos recordando historias, vivencias… y tarareando boleros y coplas de nuestra época… mientras me sentía feliz con aquel number one de la hermosa -pero olvidada por ambos en esos momentos-  fiesta de tiros largos. Y es que los traumas de la infancia pueden atrapar para siempre a los cerebros, deteriorados o no, y no hay nada que pueda consolarlos de tal daño. Una de las características de la raza humana. Ay, Señor, qué cosas…

Página consultada 741 veces