Artículo publicado ayer martes, 13/12/2016, en el diario La Provincia/DLP


DE TODO UN POCO

Donina Romero

LOS HIPOCONDRÍACOS

Conozco gente, casi espesa mental, que con respecto a su salud roza la desmesura y cansa oírla como un quinto piso sin ascensor, porque son personas que se asignan ellas mismas mortificaciones acompañadas de un estado de ánimo parecido a la desazón, ya que están profundamente convencidas de que toda enfermedad que vuela por el aire la cogen ellas y además rezongando con fuerza sobre su precaria salud como el león de la Metro Goldwyn Mayer.

Quizá sea que servidora veo este problema de un modo muy distinto a como lo ven los hipocondríacos, o quizá también lo esté subrayando con demasiada energía, pero pienso que es un problema de egoísmo, de quererse demasiado a sí mismos hasta el punto de que no viven la realidad y no tienen otra forma más racional de encarar las cosas. Desde que servidora era estudiante en la sección de Letras (Latín y Griego) en el Instituto Pérez Galdós durante el antiguo Bachiller Superior y Preuniversitario, un compañero mío de estudios de este último curso (en esa época, sólo en estos tres cursos la enseñanza era mixta), que no era precisamente un concentrado de euforia, sentía como una taladradora la constante necesidad de quejarse de numerosas y variadas enfermedades que había leído u oído por ahí, hasta tal punto que sin ningún freno de vergüenza, emitía gemidos de dolor dándonos sustos de muerte.

Un día, al salir de un examen de griego (las clases nos la daba el canónigo don Deogracias, bastante enfadón, por cierto), nos dirigimos el grupo de Letras al parque de San Telmo para distraernos un ratito. Alguno comentó que una tía suya se estaba muriendo y que ya el pulso casi no le latía, mermándole las fuerzas hasta para comer, además de insistir en el color amarillo-chino que se le había puesto a la pobre señora. El camarada, asustado, inmediatamente se tomó el pulso manifestándonos preocupado que él también había perdido el apetito y que llevaba semanas que se veía pálido, con lo cual dejar de hablar fue instantáneo como el nescafé para continuar midiéndose el pulso con cierta agitación respiratoria.

A otro de los compañeros, harto de escuchar sus continuas quejas, le faltó tiempo para echar a correr desapareciendo de nuestra vista en un abrir y cerrar de ojos, dejándonos a todos boquiabiertos y sin entender qué le había ocurrido para tan inesperada huida. Al poco apareció de nuevo, y sin perder tiempo le preguntamos el porqué de aquella fuga tan precipitada como inesperada, así es que dirigiéndose al “enfermito” le espetó, “ya te puedes morir tranquilo, porque me fui a esta iglesia de al lado a hablar de tu funeral y ya cerré el trato”. Las carcajadas de todos llegaron al antiguo Estadio Insular, mientras el hipocondríaco puso distanciamiento entre nosotros, convencido de que nos burlábamos de él. Y es que este tipo de gente necesita sentirse el centro de atención, aunque sea a costa de engañar con su salud. Quizá es que les hace falta comer más gofio. Ay, Señor, qué cosas…

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