Artículo publicado el 05/02/2008 en el diario La Provincia/DLP


                                            DE TODO UN POCO
Donina Romero   
                                         TRUCHAS  DE  BATATA
 

         Leí hace poco un pensamiento de Arthur Schopenhaur donde decía que “cualquiera puede solidarizarse con la pena de otro, pero solidarizarse con la felicidad de otro es sólo atributo de los ángeles”. Así es que leído esto encendí los motores de mi memoria y recordé aquel día en que fui a visitar a una buena amiga a quien le había fallecido su marido recientemente y andaba sumida en una profunda conmoción por tan enorme pérdida. Éramos varias las señoras que reunidas en el salón intentábamos distraerla, pero sobre todo me llamó la atención una de ellas, muy bajita, casi un bonsai, con cierta voz de pájaro chirringo, a quien en un principio le adjudiqué cierta antipatía porque no paraba de bucear en la vida del extinto al tiempo que, eso sí, con cierto don de la amenidad, hacía pública su vida llena de actitudes sin prejuicios y una acumulación de experiencias divertidas, aunque con chorros de vanidad.
         Su interpretación personal de la vida y su afectividad hacia la reciente viuda hacía aligerar la carga del momento para todas, hasta que la dueña de la casa nos obsequió con una excelente merienda  -alegría para nosotras que ya sentíamos un cierto apetito (gilorio)-  en la que iban incluidas unas deliciosas truchas de batata hechas por ella misma y de las que se enorgullecía. Las amigas alabamos la merienda, pero sobre todo las truchas que estaban exquisitas. Y ahí comenzó el enfado de artillería e infantería juntas de la “acumuladora de experiencias”, pues casi nos manda a todas a hacer puñetas, engrifada como un gallo de Teror. Estaba claro que el arrebato derramaba envidieja dado que, según ella, como sus truchas de batata no había probado jamás ninguna. Mi sorpresa creció cuando comentó  -destapando a la malcriada que llevaba dentro-  que las que comíamos en ese momento habían sido hechas al zapatazo puesto que faltaban ingredientes importantes, que por otra parte no nos quiso desvelar.
         Aquel comino de estatura que caminaba empinada para parecer más alta, se había cogido un berrinche (calentón) de rabia debido a nuestros piropos a las truchas de batata de nuestra viuda amiga, sobrepasando el límite de la confianza y poniéndose más difícil que un punto de croché cuando todas decíamos blanco y ella contestaba que verde botella sobre las dichosas truchas, y quedándose más fresca que la marea. Entendimos que seguramente siempre le habían alabado el punto de sus manos para la excelencia de las truchas y que esa vanidad le había estimulado demasiado la materia gris hasta hacerla creer que “sólo ella” era la poseedora de una gran inteligencia y arte para hacer buenas truchas y que los halagos (apopar), si no eran para ella (quien además de ser más ensayada que una escopeta, le escaseaba la caridad), no tenían derecho a caer en otros oídos sobre esta cuestión.
         Todo aquello fue tan tremendo como tener un solo cuarto de baño, pues por culpa de las truchas la conversación creció desmesurada y desagradablemente hasta hacer una sama de una escama y un palo de una astilla, además de poner la señora cara de sherif  del Mississipi con sus rezongos. Hoy lo recuerdo y pienso en Schopenhaur, pues después de esto y ahora, cuando asisto a alguna reunión y sale algún contertulio atrevido y celoso de los valores de los demás, no puedo evitar calificarlo como “trucha de batata”, aunque las pobrecitas truchas no tengan la culpa. En fin, menos mal que siempre nos quedará París…

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