Artículo publicado el 18/09/2007 en el diario La Provincia/DLP


                                          DE TODO UN POCO
  Donina Romero   
                                        QUITARSE  LA  EDAD
        
         Tengo un amigo que siempre me dice que “la vida nos metió en un zapato del treinta y seis y nos viene “j…” desde que nacimos”. Y un poco es lo que nos pasa a las mujeres (y a los hombres, que haberlos haylos) con respecto a la edad, aunque muchas (casi todas) la han metido en un cofre cerrado con llave y no quieren saber de esos años que se les han venido encima, y los tienen pegados a ellas como piojos en costura. Y digo yo que no por eso dejan de ser una rosa, deshojada, pero una rosa al fin y al cabo. Los borrachos y los niños son los que siempre dicen la verdad, así es que de nada vale intentar sacarles la verdadera edad a las mujeres porque nunca la dirán. Una amiga mía que fue compañera en mi Bachiller Superior en el Instituto (hermosa época de mi inocente adolescencia), guapa, con unos ojos negros como un túnel de noche y mujer súper aseada para su casa, tanto, que deja los pisos tan brillantes de limpiarlos que se reflejan las telas de araña del techo, tiene mi misma edad (ella cumple unos meses antes que servidora) y lleva los años enfadada (“enroñada”en canario) consigo misma y con un sufrimiento que ni puesto al bañomaría se le alivia, pues piensa que se le ha gastado la vida sin darse cuenta y no la ha sabido aprovechar, con lo cual se le han puesto ojos de tristeza con menos luz que una bombilla fundida y las facciones de su rostro con cara de ayuno, gris como un día de “panza de burro” y más afligido que tener un hueso en la pierna sin soldar, porque para ésta y otras cosas es más liada que la bota de un romano. Pero vamos a lo que vamos, porque como me salga la vena de las comparaciones…
          Esta semana, en un almuerzo en casa de unos buenos amigos, alguien comentó que mi amiga, la del Instituto, le había dicho sin reparos (“fresca” en c.) que tenía tal edad (seis años menos que yo), con lo cual quedé como una momia de la época de los faraones y triste como un mueble olvidado, pues además el marido de quien tal cosa dijo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza como dando fe, lo que me molestó aún más pues ya la cosa me venía mareando como una escalera de caracol. Callé. Callé porque me parece que delatar es más feo que la culpa, pero en mi interior me dio un ataque de genio y pensé en lo limitado de la inteligencia de mi amiga (y de otras tantas mujeres en este terreno) pues además de notársele la edad en la cara y en el cuerpo, no reparó en que los demás podían hacer cuentas deduciendo que tuvo a su recién cuarentón hijo mayor a los doce o catorce años ¿? 
 

         Gracias al Ave María que me eché, porque siempre he sido dada a la oración, no entré en una encendida discusión a pesar de mis motivos para la irritación, lo que de alguna manera me supuso un ejercicio de humildad que siempre le viene bien al espíritu. Y es que, “concio” (taco canario), estoy hasta el mismísimo moño de ser la abuela de todas las “quitaedades”, para quienes reconocer sus años vividos se les hace más difícil que caminar por el hilo de un carrete (“canutillo” en c.) en el aire. A la próxima dama que me cuente tangos sobre la fecha de su nacimiento, le voy a poner cara de indio cheroqui y a decirle que pase la aspiradora por las mentiras (trolas en c.) o que coja la goma y borre, que quitarse uno o dos años por coquetería lo encuentro hasta gracioso, y femenino, pero seis, siete o más, y que me llore jurándomelo, “nanai de nanai”, que “a lágrimas de mujeres y a cojeras de perros no hay que hacerles caso”. Ay, Señor, qué cosas… Menos mal que siempre me quedará París.
 

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