Artículo publicado el 25/09/2007 en el diario La Provincia/DLP


                                        DE TODO UN POCO
Donina Romero   
 
                                     EMPLEADAS DE HOGAR
 

         Hace unos días hablaba servidora de ustedes sobre lo divino y lo humano con mi amiga Pepita Miñón (“pepita de oro” la llamo por lo completa en todos los terrenos, y encima con tal voz de soprano que al escucharla cantar me hace pensar que “la música no está en el violín sino en el violinista”), y ahí andábamos ambas dos intentando arreglar el mundo, que está más feo que un beso sin dientes y más raro que una gallina con cuernos, hasta que en pleno vuelo de la conversación y sin pretender ensanchar nuestros horizontes culturales, destacamos el cariño que les tenemos, y que nos tienen, nuestras respectivas asistentas de hogar. Al tiempo nos dimos cuenta de que las calificábamos como “nuestras empleadas de hogar”, dicho con todos los respetos, y no de “las muchachas o las chachas” como aún hoy y en buena parte de nuestra sociedad se les califica.
         Ello me hizo encender los motores de mi memoria (cada vez más perezosa), recordando que hace ya tiempo (era yo muy joven y ha llovido mucho desde entonces) y en la agradable tarde de merienda en el hogar de una apreciada amiga, el pequeño hijo de la anfitriona torpedeaba la reunión subiendo y bajando de los sillones, echándole mano al cake de corinto (queque de pasas en canario) y adheriéndose como un velcro a los sándwiches y a los atractivos embutidos, o sea, fastidiando (jeringando) la velada. Servidora estuve tentada de preguntarle a la mamá de tan “serena” criatura si su niño era caníbal, pues vista la cuchipanda que se pegaba él solito pensé que igual tendría preparada la olla para comernos a todas como segundo plato. Más mareadas las allí reunidas que un hámster caminando en una ruedita, y cansada mi amiga de las “gracias” de su niño atrevido (chiquillo confianzudo), llamó con la campanilla a su asistenta (que se presentó rápida e impoluta), diciéndole al tiempo a su pequeño, “anda, cariño, vete con la “chacha” un ratito al parque que así te desfogas, venga”. La empleada, enjaulada en su orgullo y más fuerte que la madera de teca, le contestó (desembuchó) sin perder de vista su situación laboral, “señora, el niño irá al parque con Carmen, que así es como me llamo. Lo de “chacha”, sobra”. Yéndose orgullosona  Carmen con el pesado (cho plomo) del crío y quedando  ante nosotras como la ganadora de una partida de canasta, y su patrona con cara de perdiz escabechada.
         Ni que decir tiene que aquella salida de Carmen le sonó a mi amiga como una fuerte ráfaga de viento en sus oídos, dándole un espasmo cerebral, además de quedarse mascando en seco y darme la impresión de que en ese momento deseó cortarse las venas, y casi necesitó un logopeda para continuar con nuestra distendida charla, pues voz y palabra quedaron en su boca como en la de la duquesa de Alba, y nosotras sin ni siquiera un pedazo (cacho) de pan bizcochado que echarnos a los belfos, porque la merienda había quedado totalmente manoseada (sobada) por el pillo (mataperro) del espécimen enano. Y es que ejercer como empleadas de hogar no las convierte en personas ninguneadas, sin vida, sin historia, y figurando en el mundo menos que un sordo en una conferencia, porque el sol amanece igual para todos y del planeta tierra todos somos hijos. Simplemente se trata del factor suerte: nacer entre algodones o entre la crin, porque la inteligencia, la bondad, la laboriosidad y un largo etcétera de cualidades, no conoce diferencias sociales. “That is the question”.

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