Artículo publicado el martes, 19/10/2010, en el diario La Provincia/DLP


DE TODO UN POCO
Donina Romero
KILITOS DE MÁS
No solamente la tendencia a comer con apetito o compulsivamente aumenta nuestro peso corporal, sino también el paso y el peso de los años que, quieras que no, cuando la juventud se eclipsó se estropeó aquel mecanismo maravilloso que regulaba mágicamente lo que ingeríamos. Y es que, a ciertas edades, en la comida como en el maquillaje no hay que pasarse. Un orondo y buen amigo mío, que siempre tiene abierto el apetito, me cuenta que cada día se mete entre pecho y espalda desayunos pantagruélicos, almuerzos de vértigo y cenas para hacer sufrir a una hernia de hiato (embostadas)…, y ahí está el hombre respirando cansadamente, sudando como una lluvia de enero y con el andar un poco distraído, como si bailara una sardana (descuajeringado) por el peso corporal, pero importándole un rábano todo ello, pues como él mismo dice jactándose de su prominente abdomen (uy, qué fina yo. Barriga), “muera el gato, muera jarto”. Y eso sí, con un carácter a ritmo del Caribe, que para sí quisieran muchos esterilizados, digo, estilizados, y con una alegría más ancha que un vestidor a la medida.
Y me gusta ese aspecto de mi amigo el orondo, que contrasta con el de otro conocido, delgado como un alambre (flaco como una verguilla o hilo de pitera) que, preocupado constante y obsesivamente por sus kilos, anda el hombre a base de verduras y pescado a la plancha, con desayunos y cenas ingiriendo solamente una manzana acompañada de una loncha de jamón de York…, y así está, con un carácter más agrio que el vinagre viejo, con cara de malas pulgas y un físico tan desagradable como llenarte los pies de alquitrán en la playa. Y digo yo que ni una cosa ni otra, porque los extremos siempre son malos, pero, de elegir, me quedo con el gordito porque tiene el corazón lleno de hurras, un carácter sociable más una actitud amigable que te produce bienestar. Conseguir la delgadez soñada requiere sacrificios, y las estrictas dietas para lograrlo pueden llegar a ser más pesadas que la madre de una primera dama de honor en un concurso de belleza.
Mi amiga Ernestina (nombre ficticio pero persona real), por ejemplo, controla sus kilos como tener controlada una infección, y se dedica con intensa mortificación a ayunos que la tienen psíquicamente alterada (soliviantada), dado su afán por tener un body que sólo sea un depósito de huesos. Y yo le digo que lo que se pierde la boba, porque comer de todo y con ganas es una felicidad que invade los poros, y que incluso unos kilitos de más hacen a la mujer más apetecible para su pariente que una naranja de ombligo. Tampoco es que se trate de comerte en un almuerzo un potaje de jaramagos, dos potas asadas, cuatro peces secados al sol (jareas) y acompañado todo de aceitunas del país, más una fuente de maíz escalfado (lebrillo de gofio escaldado) y medio queso tierno, y luego para cenar un sancocho de cherne con su mojo verde o de la puta la madre, cuatro higos chumbos (tunos), una bolsa de palomitas (cartucho de roscas) y tres rapaduras de La Palma, porque tampoco hay que exagerar, pero vaya, sí que se debe comer de todo, y de todo poco. Ahora, eso sí, el único inconveniente de tener kilitos de
más está en que a la hora de palmarla, al féretro (la caja de las tachas) se le incrementa el precio porque lleva más madera, como imagino que “el estuche” le saldrá más barato a un difunto de 1,60 de altura y muy delgadito (como un pejín, un bígaro), que a otro de 1´90 y más ancho que un armario (ropero) de cuatro puertas abierto. Pero no es para llorar, porque al fin y al cabo en los dos ejemplos el problema queda para los allegados que son los que tienen que pagar el entierro, porque ya al muerto lo mismo le da que le da lo mismo. Ay, triste vida, muerte incierta…

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