Artículo publicado el pasado día 20/10/2015 en el diario La Provincia/DLP


DE TODO UN POCO

Donina Romero

¿POR QUÉ LOS MARIDOS NO ACIERTAN CON

LOS REGALOS A SUS ESPOSAS?

Creo que a los maridos, con respecto a los regalos que hacen a sus parientas por onomásticas, cumpleaños o lo que sea, les viene una parálisis cerebral progresiva e involuntaria cuando piensan, “¿qué le compro que le pueda gustar a mi panchona y que no lo devuelva al día siguiente?” Porque, claro, estos hombres después protestan de que ellas, tan buenas amas de casa, sean tan irritables en ocasiones tan delicadas como esas en las que esperan con ilusión una cosa y les traen otra bien distinta, verbalizando su enfado hacia ellos como una taladradora porque se sienten descorazonadas mientras los cónyuges, con cara de sorpresa, entrecruzan los dedos índice y corazón pidiendo suerte. Pero no, la suerte ya está echada y a ver qué se avecina. “Y lo saben”.

Hace un par de semanas, mi amiga de la infancia Elena (nombre ficticio pero persona real) que tiene un gusto exquisito y compulsivo por las joyas originales, le estuvo indicando, sin decírselo pero con diplomacia, a su amada costilla que le hacía mucha ilusión que por su cumpleaños le regalase un anillo del que se había encaprichado, y con tal intención se paseaba con su cónyuge (y a veces conmigo y el mío) por la joyería, parándose con disimulo delante del escaparate y hablándole de la joya en cuestión, con lo cual estaba tan segura (y yo también) de que iba a recibir su adorado anillo como que con el calor llegan las pulgas.

Por fin amaneció el día tan esperado y en mi amiga su corazón habitado por la esperanza, pero, ay, su alegría en un pozo, porque con lo que le obsequió su consorte fue con un bolso de firma que ella ni había pedido ni había hecho referencia al mismo, así es que pareciéndole aquel detalle más feo que una casa sin albear, le espetó sin miramientos que “en ese momento lo cambiaría por un camello sin verlo”. Ni que decir tiene que a la pobre mujer aquel obsequio indeseado le sentó peor que una mortadela caducada, y desangrada de pena, a pesar de que el problema se podía solucionar, me llamó para contármelo y decirme entre hipidos, “¡pero si pasamos más de veinte veces por la joyería! ¿Cómo es que nunca se dio cuenta de que el anillo era lo que yo deseaba para mi cumpleaños?”

“Amiga mía -le contesté llena de experiencia-, no te olvides que para los detalles el cerebro masculino se queda más blando que un huevo crudo”. Si devolvió el bolso y compró su ansiado anillo es ya otra historia que algún día les contaré. Que tengan un buen día.

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