Artículo publicado el pasado día 27/10/2015 en el diario La Provincia/DLP


DE TODO UN POCO

Donina Romero

EL CAÑADULCE

Hoy vengo de nostalgias por los senderos del recuerdo y espero que ustedes, queridos lectores, tengan la bondad de soportarme un momento. No nos vendría mal, ahora que ya han desaparecido aquellos típicos personajes de nuestra ciudad como “Andrés, el ratón”, “Lolita pluma” y el “Cañadulce”, recordar a este último con especial cariño pues aunque de los muertos sólo nos queda la memoria, gracias a ello podemos contar sus idas y venidas en una ciudad que les acogió con afecto y respeto. El “Cañadulce” -tan hijo de Adán y Eva como los demás- era la inocencia hecha hombre y más sencillo que el mecanismo de un llavero; un hombre con un físico que no era precisamente de campeón de ciclismo (aunque presumía de tener “licencia de boxeador”), pero con una salud fuerte como la madera de teca, con cara de niño, boqueras enormes, la baba llegándole a veces a la hebilla del cinturón, pantalones caídos y cuerpo desgarbado que andaba por nuestras tranquilas calles con su inteligencia limitada y megáfono en mano (un cono metálico de un azul desteñido) pegado a la boca, anunciando con vehemencia, burdo lenguaje y cierto agobio, “¡el mayó espetáculo del mundo, esta noche p’a ustedes, siñoras y siñores, en el gran Circo Toti, y a dos pesetas la entrada de silla, siñores! ¡A dos pesetas la silla, na menos que p’al Circo Toti, el mejó circo del mundo y parte del extranjero, siñores!”, porque todo él era más espectacular que una cadena de dromedarios.

Esto ocurría allá por los años cincuenta y tantos, y la chiquillería le seguíamos con una andanada de aplausos, atraída como a una lata de galletas María, arrimada a él como el gato al pescado, con el iris asombrado y las risas afectuosas, acompañándole felices unos metros por oírlo y repetir con él el anuncio de la función. Su temperatura se mantenía estable hasta que los chiquillos le imitábamos, y entonces los improperios afloraban a su boca. El “Cañadulce” era una exhibición, pues con su ingenuidad deseaba demostrarnos su pasión por el trabajo y su buen hacer para divulgar la fiesta de un pueblo o la diversión de una feria. Con su pinta inconfundible y los deseos de ganarse el pan por sí mismo -ya que entendía que ganarse la vida no era tarea fácil y que el mañana no estaba asegurado para nadie- también ejercía de limpiabotas, andando siempre con piropos y una picardía en la esquina de la boca (decía siempre que se parecía a Burt Lancaster, creyéndose además el gallo en el gallinero) cuando alguna jovencita pasaba a su lado y le sonreía, con lo que se ponía más contento que si hubiera tenido un sueldo asegurado, pero también calentón y demostrando que cuando le molestábamos le entraba más rabia que cuando se cae un empaste dental.

Sin vanidad en busca de medallas, a veces nos cantaba unas malagueñas con todo el sabor canario y aquella voz de caña rajada que hacía nuestras delicias, al tiempo que le hacía tonificar sus vasos sanguíneos y darle aspecto de nacido para mandar. Con su movilidad geográfica, y la sobredosis de actividad, se recorría todos los pueblos de la isla con aquel estado de euforia que le hacía sacar la voz a pleno rendimiento y acaparando la atención de todo el mundo. Nuestra “Lolita pluma” ya tiene su hermosa estatua de bronce en nuestro parque de Santa Catalina, ¿por qué no otra para seres tan increíbles como “Cañadulce” y “Andrés, el ratón” (de quien hablaré en otra ocasión), dos pedazos de ángeles que desplegaban su sencillez de forma tan espontánea, como prueba de la consideración y el sincero afecto que les teníamos? Creo en los milagros y espero que se cumplan, pues decía William Blake que “el hombre que afirme que los milagros ya no ocurren, aparta de sí mismo la posibilidad de ser testigo de alguno”. Que tengan un buen día.

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