Artículo publicado en el diario La Provincia/DLP el 13/11/2007


                                     DE TODO UN POCO

Donina Romero
                                       NIÑOS SIN AMOR
          
         Vengo hace tiempo sumergida en la más absoluta perplejidad desde que oigo, veo y leo espeluznantes actitudes sobre el maltrato a los niños, y esa angustia y preocupación han ido erosionando mi sensibilidad al descubrir los más insospechados sentimientos humanos, llenos de sequedad en el alma hacia esos seres indefensos.
         Si como dice el profeta, “Dios puede oír su alabanza y su gloria por boca de los niños y de los recién nacidos”, ¿cómo puede haber tanta aridez y tanto corazón blindado hacia estos pequeños que siempre andan buscando un hombro donde reclinar sus cabezas? ¿Es que hay algo más hermoso que un niño? ¿Los expresivos ojos de un niño, su piel de seda, su inocencia de ángel, su fragilidad de cristal, su sonrisa y sus labios colmados de besos…?  Decía Tomás Moro: “no tengo una ventana para asomarme a la conciencia de nadie”. Y creo que es el modo más cristiano de respetar al prójimo, pero cuando se trata de la integridad física y moral de un niño, una hormigueante impaciencia por defenderlos me comienza a resbalar por el cuerpo y no puedo ponerle frenos a mi pluma que, acelerada, no encuentra obstáculos para tratar de ineptos a esos padres o familiares a quienes se les ciega la razón por un llanto o una travesura y acaban,  movidos por su propia cobardía, propinando la paliza, y a veces hasta la muerte, a ese pequeño ser humano que no entiende lo que hizo tan mal para merecer aquello.
         Viene esto a cuento porque hace un tiempo (recuerdo que era una tarde exenta de luz) vagaba perdido y solitario calle abajo, un perrito cuyo cuerpo era un puro rizo de lana gris que algún día fuera blanca. Sus ojos, de azabache y cristal, desplegaban tristeza a raudales y sus patitas detenían el paso cada tantos árboles, mientras sus pupilas observaban a cualquier transeúnte esperando que alguno le arrojara un mendrugo.
         Un niño, de unos cinco años, caminaba cogido de la mano de su padre, un joven pasota, pelopincho y de aspecto no muy agradable, que parecía no prestar mucha atención a los requerimientos de quien le pedía constante e incansable un huevo Kinder. De pronto el joven, atacado seguramente por la insistencia del hijo y en un reflejo de su creciente mal humor, comenzó a descargar sin descanso su iracunda mano contra las diminutas nalgas de aquella personita, y con aquel ácido arranque de inmisericordia y su incompetencia como padre, se embarcó en una serie de improperios tan agrios y chillones, que aunque el estremecido niño no lo comprendía, sintió como si lo hubiera aplastado la máquina china. Nada hay más expresivo que los ojos de un niño, y aquellos ojitos me miraron como pidiendo ayuda y yo no pude resistirme a su demanda.
         Dicen que “quien evita la tentación evita el peligro”, y quizá no debí meterme en aquel deplorable espectáculo, pero yo, ante aquella cruel cadena de agresiones verbales y físicas, y no queriendo reprocharme más tarde el haber tenido pereza o miedo para defender como podía el triste asunto, le pedí con sumo tacto al agresor comprensión y ternura para su hijito que no paraba de llorar asustado, pero el joven me encontró majadera y teniendo hacia mí una salida de pata de banco, siguió calle abajo sin enmienda, sesgando de un plumazo mi intervención.
         Muy cerca de la irritación quedó mi asombro cuando vi al joven inclinarse ante aquel pobre perrillo, acariciando con afecto su turbio lomo y olvidando la dulzura de su hijito y mi suave reproche. Pensé, “igual le ladra y le da dos patadas, porque no hay lobo que aprenda a piar por más que se meta en un nido de jilgueros”, me dije mientras entraba en mi casa, casi irascible, a escribir este artículo.

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