Artículo publicado hoy, 01/06/2010, en el diario La Provincia/DLP


                                       DE TODO UN POCO
Donina Romero   
               PARA  QUE  SE  LO COMAN  LOS  GUSANOS…
         que lo disfruten los cristianos”. Sí, éste es un refrán muy español pero con el que servidora no está del todo de acuerdo, aunque quizá ustedes, queridos lectores, lo vean desde un punto de vista muy distinto al mío, pero aún así deseo compartir esta reflexión y sin el ánimo de querer generar comprensión pues “cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas”, y eso hay que respetarlo. Creo que el refranero español es muy sabio y casi siempre da en la diana, pero digo “casi” porque hay excepciones y entre ellas la que ahora paso a contarles. Ocurrió que hace muchos años y siendo yo un bebé, entró a servir en la casa de mi madre una morenaza del sur de la isla llamada Lola (que luego se convirtió en mi tata querida y adorada). Le debo un recuerdo y aquí va. Lola fue la mejor, la más buena y fiel empleada de hogar que tuvo mi madre, y servidora de ustedes la niña de sus ojos (a pesar de tener tres hermanos más) y que no permitía que mi madre me regañara porque a “su niña” nadie se la podía tocar ni disgustar; fui el amor de sus amores y ella el amor de mis amores, pues hasta cuando me iban a poner una inyección no existían para mí ni padre ni madre que me consolaran sino los brazos y los tiernos besos de mi Lola, que para mí era toda ella caramelo. Lola era una mujer cercana a cualquier problema de los cuatro hijos de mi madre, y siempre nos estaba festejando con caricias… o reprendiendo con una palabra o frase que nos ponía en el acto a todos en nuestro sitio. Nunca la olvidaré.
Pero a lo que iba. Lola estaba bien despachada de delantera (pechugona) y con pretensiones de reina del baile pues sus escotes de vértigo hacían perder el equilibrio a los señores vecinos de la calle mayor de Triana (donde nací y me crié) a quienes se les hacía agua el cerebro con el consiguiente disgusto de sus alarmadas esposas. Mi madre, católica practicante donde las hubiera, casi fanatizada por las normas religiosas y pareciéndole aquel desmadre de Lola una conducta peligrosa, incapaz de sostener por más tiempo tan desagradable situación, aunque temiendo una conversación erizada por su parte, con educada cordialidad y no demorando más el momento de decírselo le exigió decencia en el vestir dentro y fuera de la casa, a lo que mi tata más fresca que el muelle de Arinaga y sin hacer tardar la respuesta le contestó sin equivocarse (trabucarse), “señora, para que se lo coman los gusanos que lo disfruten los cristianos”, a lo que mi madre (que siempre respiraba hondo y contaba hasta diez antes de lanzarse a hablar sin pensar), haciendo gala de la misma frescura y queriendo zanjar el incómodo encuentro, le replicó sin concederle un segundo en responder pero con cierto enojo y enfrentada (cuadrada delante), “sí, pero en mi casa vive un cristiano que es mi marido y no lo quiero ver sorteando peligros ni en ataques por sorpresa, así es que o te subes el escote y lo guardas para los gusanos o te bajas la vanidad”. Y con aquel golpe bajo a quien se creía irresistible como una copa de nata y chocolate, le congeló el deseo de escotarse, hasta tal punto que jamás volvió a desabrocharse ni el primero ni el segundo botón de su uniforme, y al fin mi madre (que necesitaba reposo espiritual y “aquella visión pecheril” no le permitía conectar con sus emociones religiosas, y menos aún cuando mi padre estaba por llegar a casa de su trabajo de un momento a otro) descansó en la confianza que a ese respecto le tuvo luego.
         Distinto habría sido todo si mi madre jamás le hubiera dicho nada, porque a veces los silencios contribuyen a multiplicar los disgustos si la flaqueza de ánimo está abiertamente reñida con el valor. Por eso, y aquí sí que estoy completamente de acuerdo con este refrán, “vale más una colorada que ciento amarilla”, porque creo que hablar a tiempo y con razón es vencer. Faltaría más.

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