Artículo publicado hoy, 02/09/2008, en el diario La Provincia/DLP


                                                   DE TODO UN POCO
Donina Romero       
                                                       EL  ABANICO      
 

         Menos mal que, por fin, el abanico ya no es cosa exclusiva de mujeres
y permitírselo a los varones ha sido para ellos algo así como descubrir las minas de cobre en Katanga. Ya sabemos que desde los días más remotos de la historia de la humanidad las mujeres han disfrutado del abanico como hoy de la visa, y echaban mano de él en cualquier momento y lugar, mientras que los hombres se achicharraban (cosa que me parecía injusta) porque no se atrevían ellos a usarlo en público ya que lo creían de tan mal gusto como el que muestra músculos con camiseta de tirantes, y para usarlo tenían menos valor que un puñado de tierra. Así es que las gotas de sudor les caían a chorros por la camisa, y la boca sin decir ni mu. Afortunadamente los tiempos han cambiado y ahora se les ve incluso con sus pequeños flabelos de colores, y como todos los hombres visten iguales (camisa, chaqueta, corbata, etcétera) y están tan sosos como un dormitorio sin mesillas de noche, al menos el abanico les da otro aire y hasta cierta gracia, lo que hace que así nos gusten más que una panchona guisada. Y viene esto a cuento porque a principios de este verano y en la ceremonia religiosa de la boda del hijo de unos buenos amigos míos, a un señor obeso y de cierta edad, que llegó solo sentándose a mi lado, el intenso calor de la tarde-noche, más el obligado y sofocante smoking, comenzaron a hacerle de las suyas dejándolo al pobre como un macarrón en agua hirviendo. Servidora de ustedes, que estaba la mar de fresquita dándole a mi hermoso abanico de seda y nácar y lucido como una pajarera de jardín, quedé súbitamente sorprendida cuando el sudoroso caballero me pidió por unos minutos mi apreciado aventador.
         Ni que decir tiene que se lo presté por un instante, pero la ceremonia continuaba su ritmo y el buen hombre no paraba de airearse, mientras mis glándulas sudoríparas pedían auxilio reclamando también un poquito (pizco) de aventamiento y mis nervios serenidad, pues el más grave inconveniente que tuvo el usuario de mi ventalle fue que aún no lo dominaba bien y se abanicaba dándose fuertes golpes en el pecho con él, con lo cual en un acto o evento de esta índole, donde se requiere absoluto silencio, el concierto abanicador me llegó a molestar más que un zumbido de oídos o una abeja rondando el espacio.
         Total, que la ceremonia llegó a su fin y el invitado, que debía de tener menos cerebro que un mosquito dada su acción, me entregó ceremonioso el objeto de mi deseo, no sin antes darme las gracias y continuar mirando el abanico como el gato al pescado. Como soy rápida en las reacciones, me lo guardé precipitada y celosamente dentro de mi bolso, saliendo disparada de su lado como la nave espacial Columbia. Ni que decir tiene que mi mayor preocupación estribó en que en la posterior recepción no me tocara como compañero de mesa, pues ya me veía de nuevo sin mi abanico y a punto de darme un paro respiratorio. Tuve suerte y me tocó otra table, lo cual agradecí más que si me hubieran regalado un curso de maquillaje. Pero la mirada se me acentuó más que con un eye-liner cuando vi frente a mí que la compañera de mesa del macarrón hirviendo le ofrecía cortés su abanico y éste, además de no ser hablador (no pegar la hebra), lo absorbía de nuevo para él más que el papel secante, con lo cual la pobre señora quedó con cara atontada y hundida como el “Fefita dos” en alta mar a lo largo de toda la cena, mientras el sudor por el insufrible calor hacía de las suyas en su elaborado peinado. Y yo me alegré (mal hecho por mi parte) de poder disfrutar de mi abanico como de un buen zumo de frutas recién licuado.  Y es que de los caraduras (carotas) hay que alejarse como de una mosca verde, porque son tan falsos como un edredón sintético. Que tengan un buen día.
 

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