Artículo publicado hoy en el diario La Provincia/DLP


                                         DE TODO UN POCO
Donina Romero                      
                                         SANTA  RITA,  RITA…
 

         Los lunes de santa Rita, en nuestra bonita iglesia de San Agustín, se siguen llenando con tal reboso de gente que parece como si regalaran cañadulce, y ahí podemos ver a todo tipo de personajes: deprimidos con ganas de hacerse el harakiri, secos de carácter por un defecto físico notable, algunos con aire de protagonistas de un culebrón, más de una señora llamativa como la sirena de una ambulancia, cachas con físico de campeones de ciclismo, rostros de sacrificados, santas y santos, ilusos que esperan petróleo de un pozo de agua, otros alegres como un día de paga… y todos ante santa Rita encendiéndole velas, agradeciendo con rezos y sonrisas o haciendo de su problema un palo de una astilla, porque ya sabemos que creer es algo que está en uno en virtud de una fe y una confianza.
         Y ahí andaba hace tiempo servidora de ustedes, como hago con frecuencia cuando una iglesia me coge de paso, haciéndole la visita al Santísimo y recogida en mis oraciones junto a la santa, cuando una señora cincuentona de buen ver se acercó a la mesita de las lamparillas comenzando a encenderlas una a una hasta no sé cuantas, como si de pronto en la iglesia hubiera habido un apagón. Más que tristeza como un luto por una madre o jaranera como una verbena, las facciones de la mujer parecían querer destapar a la malcriada que llevaba dentro porque, más seria que la ceremonia del té y con un carácter como la leche agria, de pronto, con furia y conducta impulsiva comenzó a apagar una a una todas las velas encendidas por ella mientras, más desagradable que escamar un pescado, decía en un susurro lleno de indignación y venganza, “¡santa Rita, Rita, lo que se da no se quita!”, desapareciendo de mi vista  -al término de los apagones-  tan rápidamente como una mancha de bolígrafo tratada con alcohol.
         Ni que decir tiene que aquel espectáculo inesperado me dejó marcada como un cerco sobre un mueble de madera barnizada, y con el disgusto en el cuerpo salí de la iglesia hacia mi casa pensando que igual había tenido un viaje astral. Pero aún en la puerta del templo la volví a ver  -tan indiscreta como lo había estado con la santa-  acertando a oírle decir a dos buenas señoras (con caras de necesitar una embozada de bicarbonato para la mala digestión oyendo su protesta), “¡nunca tuve un novio y no he parado de encenderle velas a santa Rita durante todos estos años, y para una vez que me manda uno va y me lo mata con una guagua! ¡Pues yo le he hecho lo mismo con las velas, para que vea lo que duele que te quiten un regalo!”  Y es que la venganza es una influencia perniciosa que frena el desarrollo espiritual y limita la claridad del conocimiento. Aunque en este caso la tal señora consideraba justo su arrebato, dado que en realidad lo creía así porque tenía gran fe en santa Rita, y aquel dolor del novio desaparecido le había producido un devastador efecto en su organismo hasta dejarla tocada del ala (cosa por otro lado comprensible dado los años de espera por un noviete), con lo cual me pareció que aún con tal actitud desdeñosa y vengativa es más hermoso creer que no creer, que siempre es una sacudida para el corazón. Ya lo dice el refrán: “la esperanza nunca se pierde”, y como la soberbia o el rencor son cosa mala para el espíritu y producen anestesia afectiva, seguro que la señora cincuentona, pasado el tiempo del luto, volvería a santa Rita, arrepentida de su ira, a encenderle cien cirios, pedirle perdón… y de paso un nuevo novio que le durara para siempre. Ay, Señor, qué cosas…

 

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